Yo no sé, no. Paseando por la plaza Galicia, Pedro recordó una anécdota de hace tiempo atrás. Un día, a la tardecita, se entusiasmó con un picadito y después de preguntar “para quién pateo”, reforzó uno de los arcos con un libro que él traía. Al broli lo miraba de reojo, por si las pulgas, no. En eso, vio una rotisería que estaba enfrente y, ya que estaba, se pegó un pique y encargó un pollo. “Avisame cuando esté, ya va a terminar esto”, dijo Pedro.

El picadito estaba llegando a su fin cuando el pollero le chifló y cruzó corriendo. Ya en la casa y con el huesito de la suerte entre los dedos, se acordó de la suerte del libro que se había olvidado. ¿Qué suerte tendría? Ya era tarde para buscarlo. “Ya fue”, se dijo. Y se acordó de los primeros libros que tuvo en sus manos, los del medio que sobrevivieron y los últimos. Él siempre pensaba que así tendría que ser el orden de toda biblioteca.

Entre los primeros se acordó de uno que le regaló la vieja, Rosaura a las diez, y de los que tenía que comprar obligado como los de Historia de Astolfi o los pequeños Larousse, que muchas veces lo hacían zafar en clase y eran como un machete. Recordó aquel grande de Marx, El Capital, groso por el contenido y por la tapa dura que tenía, y que nunca iba con él; otro del que apenas leyó un par de páginas porque se distrajo con algunos que cayeron en sus manos como Tercera Posición de Perón, el Rojo de Mao, el Verde de Gadafi y El Profeta de Graham Greene, que le regaló una piba media mística. El de la Memoria de un princesa rusa, fue el primero clandestino que tuvo. Otros que recuerda son La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa, cuando éste era un tipo copado, el de la República de Platón, y aquel existencialista que arrancaba en sus primeras páginas “existo y luego pienso”, que le regaló otra piba en el Odeón, en tiempos en que Psicología estaba por calle Entre Ríos, y del que se tuvo que desprender como tantos otros durante la dictadura. Los más cercanos, llenos de anécdotas futboleras, como los del Negro Fontanarrosa, Soriano o de nuestro querido Kurt.

A lo mejor se salva el libro, pensaba esa noche. Si se transforma en el Verde de Gadafi se mimetiza con el pasto. Si lo hiciera en el Rojo de Mao va a parecer una flor. O si es uno de Perón va a estar negociando, avanzando y retrocediendo constantemente. Si en cambio fuera Los miserables de Víctor Hugo, nadie lo va a querer tocar, porque la miseria trae miseria, dicen en el barrio. Quizás el papel volvió a sus orígenes y se refugió en un árbol y después se mezcló. Pedro imaginó que en esa mezcla las páginas se peleaban todas contra todas: existencialistas, eróticas, páginas de derecha –como En la sangre de Leopoldo Cambaceres–, donde el Laberinto de Borges se perdía jugando a la rayuela de Cortázar. De pronto –cuenta Pedro– el sueño lo venció y se despertó con una pesadilla: que ese libro, que era el libro de todos los libros, lo tenía que canjear, pero no por otros libros sino por el morfi en el trueque. Porque este gobierno ya lo tenía arrinconado, primero quitándole derechos, después vigilando si lo que tenía en sus manos era literatura de izquierda, de derecha o media porno. Y ahora, la vuelta de tuerca económica lo obligaba a esto. Estas bestias quieren llegar a una síntesis: ni alpargatas, ni libros. Por suerte –me dice Pedro– era una pesadilla. Pero quien te dice…cómo van las cosas, hay que tener mucho cuidado.

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