De alguna manera una tiene a Nick Hornby en la punta de la lengua mientras lee los relatos de Juan Cruz Revello (Junín, Buenos Aires, 1977) reunidos en el libro Quién no pensó en matarse alguna vez, editado recientemente por el sello local Casagrande.  Menos por la erudición melómana y enciclopedista del escritor británico, que por la definición que los hace escribir a los dos: la filiación entre la música y la vida, si aceptamos que la música es, definitivamente, la mejor historia de amor para toda la vida.

Además, la propuesta de Revello, que es periodista especializado, trasciende el universo de cada canción (como hizo Hornby, por ejemplo, en 31 canciones) para hacer justamente todo lo contrario. Revello le da vida a un montón de pequeños mundos marginales que se organizan en una suerte de constelación caótica en las plazas de su infancia en Junín, y de su juventud en Rosario, alrededor del rock. “Veinticuatro por veinticuatro horas el rocanrol”, dice el autor que le da vida a personajes –porque los ficcionaliza– con sus manías y extravagancias, sus derivas y reencuentros en cualquier esquina. ¿Quién no fantaseó con encontrarse con Lou Reed después de muerto a la salida del cine?.

De este modo también escribe, quizás sin querer, algunos pedazos de la historia reciente de Rosario. Pero no la Rosario que se autocelebra, se exhibe y se vende como La Ciudad de la Cultura, sino como un escenario arrasado donde los pibes se deliraban con un disco, se cagan a piñas en algún club nocturno alrededor de disputas tribales, o en un partido de fútbol. O sea, mientras vivían sus vidas más o menos irresueltas en los agónicos últimos años de los noventa.

Por ejemplo, en uno de los relatos, Revello evoca el Galpón Okupa, que funcionó un par de años en lo que hoy es La Casa del Tango, sobre la costa central. Antes de su desalojo en 1998, tocaron ahí muchas bandas punk, hardcore, y todos sus derivados. También se dictaban talleres y vivían muchas personas y personajes que ya forman parte de las mitologías de la otra Rosario que, para nuestro bien, sigue anidando pequeñas experiencias vitales y creativas, contravencionales desde el punto de vista estatal, y que siempre van al dorso del folleto.

Entre las ficciones se destaca una crónica notable sobre el primer Cosquín Rock. Cómo llegar y volver a dedo, y en pedo, de la Próspero Molina. En suma, las once narraciones del periodista juninense ponen a prueba al humor como el mejor recurso, quizás el único realmente efectivo, para desmitificar no sólo al rocanrol sino también al decreto de su defunción. No, el mito del rock no murió porque nuestro pasado –que es parte del presente y de la historia– se empieza a reescribir cada vez que un tema (cualquiera, la canción siempre es la misma) suena en la radio, y de un momento a otro nos lleva hasta allá, flasheamos, y después nos trae de vuelta a donde estábamos, desnudos, llorando, en una bañera.

No importa que Janis Joplin, Morrison o Hendrix sean unos pelotudos (sic), a veces nos queremos morir cuando pensamos que antes, cuando éramos pendejos, no éramos más felices que ahora, pero el mundo podía ser un lugar mejor, más habitable, si cabía en una canción. Y mucho más, si en esa canción entran todos nuestros amigos.

 

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