En poco más de un mes, 39 muertos, 700 heridos, mil comercios saqueados y cien unidades de transporte públicos quemadas. Grupos armados atacan edificios estatales. Incendian ministerios, escuelas y hospitales. Incluso llegaron a atacar un hospital materno infantil a la madrugada. Pero no sólo eso, también salen a cometer asesinatos. Verdaderas masacres. Siembran el caos en las calles. Atacan a tiros a ciudadanas y ciudadanos que apoyan al gobierno. Y todo esto sucede en el marco de una democracia, de un gobierno elegido por la voluntad popular.

Si estas acciones sucedieran contra un gobierno de signo ideológico conservador, neoliberal, de derecha, aliado de EEUU, protegido por los grandes medios concentrados, serían calificadas con otro nombre, muy distinto, muy conocido, muy utilizado: terrorismo.

Más aún si estos grupos violentos están financiados por potencias extranjeras. Y por mafias extranjeras con oscuros antecedentes. Mafias responsables de asesinatos políticos, atentados en distintos puntos del planeta, y todo tipo de atrocidades. “Terrorismo”, sin lugar a dudas. Esa sería la palabra utilizada si esta violencia se desatara contra los gobiernos de Argentina, Brasil, Perú, México, EEUU, por sólo tomar algunos ejemplos, al azar, sin pretender hacer una enumeración completa.

Pero no ocurre lo mismo en el caso de Venezuela. Porque Venezuela tiene un gobierno de izquierda. O populista. O nacional y popular. Esto cambia todo. Cambia la vara. Cambian las palabras. Los conceptos. La manera en que se mide y se juzga.

Si el gobierno es de izquierda, la oposición tiene el blindaje mediático de los medios corporativos. Vale todo. Puede saquear, matar e incendiar el país. Siempre será calificada como “democrática”. Si, en cambio, el gobierno es de derecha neoliberal, la cosa es muy distinta: la oposición deberá cuidar sus modales, cualquier crítica, gesto o movilización puede ser tildada de “violenta”, “golpista” y “desestabilizadora”. Y si es un gobierno de derecha el que hambrea a las mayorías y ejerce la violencia (física y simbólica), el pueblo deberá solicitarle, con buenos modales, que tenga a bien cesar esas acciones, si no es mucho pedir.

Macri y su preocupación por “los derechos humanos en Venezuela”

¿Desde qué lugar y con qué derecho se puede juzgar la democracia de Venezuela? ¿Con qué autoridad moral? ¿Qué mandatarios regionales, por ejemplo, tienen esa autoridad moral?

¿Mauricio Macri, que en más de una oportunidad se expresó preocupado por “la situación de los derechos humanos en Venezuela”? ¿Michel Temer, que usurpó el gobierno tras un golpe de Estado? ¿El presidente de México, Enrique Peña Nieto, en cuyo país hay miles de fosas comunes clandestinas y decenas de miles de desaparecidos? Y fuera de la región: ¿Cuál es el gran ejemplo de democracia perfecta? ¿EEUU? ¿Donald Trump?

En la Argentina de Macri, por ejemplo, se ejerce la represión sistemática contra la protesta social. Sigue presa Milagro Sala, pese a que organismos nacionales e internacionales, incluida la ONU, consideraron “arbitraria” la detención y ordenaron “su inmediata liberación”. La división de poderes está seriamente afectada, y los avances y aprietes del Poder Ejecutivo sobre el Judicial son alevosos. Y mediante un fallo escandaloso de la Corte Suprema de Justicia se pretende liberar a genocidas condenados por delitos de lesa humanidad. ¿Desde ese lugar a Macri le preocupa “la situación de los derechos humanos en Venezuela”?

Lo mismo puede decirse a nivel global. No resulta fácil encontrar un paradigma, una “democracia realmente existente” que sirva de ejemplo, de sustento ético-político desde el cual juzgar la situación de Venezuela con honestidad. El capitalismo, cada vez más cooptado por las corporaciones, se divorcia de la democracia y muestra su rostro más autoritario, tanto en EEUU como en Europa. ¿Desde qué lugar se juzga a Venezuela?

Venezuela no es amigo de EEUU. Ni de las corporaciones que gobiernan el mundo. Ni de la Unión Europea (UE). Ni del Fondo Monetario Internacional (FMI), ni del Banco Mundial (BM). Se retiró de la Organización de Estados Americanos (OEA) acusándola de “injerencista” y critica duramente a la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Eso cambia todo. Eso inscribe a Venezuela en el Eje del Mal. Ese es el verdadero problema.

Venezuela se alza dignamente contra el establishment, el imperialismo y los medios de todo el mundo que están al servicio del statu quo. Y el precio que debe pagar por semejante osadía es altísimo.

En Venezuela hay un golpe de Estado en marcha. No cayó el gobierno, pero eso no significa que no exista un golpe de estado operante, disputando poder. Las fuerzas golpistas están activas. Impiden gobernar. Ponen palos en la rueda todos los días. Iniciaron ya hace años una guerra económica (inflación, desabastecimiento), una guerra psicológica (campañas de desinformación y miedo a través de los medios) y una guerra a secas, con armas, en las calles.

Hay un golpe de Estado en Venezuela. Y en ese contexto hay que evaluar la “calidad institucional” de la gestión del presidente Nicolás Maduro.

Los medios hegemónicos al servicio de la derecha ponen la lupa sobre la “calidad institucional” de la democracia venezolana. Pero pocos ponen la misma lupa sobre otros países con el mismo celo.

Ninguna democracia es perfecta, y menos bajo acoso. Porque para evaluar la calidad institucional de un país y calificar el buen funcionamiento de sus instituciones, primero hay que tener en cuenta el peso, decisivo, de la injerencia extranjera.

Más precisamente, en el caso de Venezuela, la injerencia de la mayor potencia imperialista mundial. EEUU, con la CIA a la cabeza, y la mafia con sede en Miami y sus miles de millones de dólares al servicio de la desestabilización y el golpe de Estado.

Yankees go home, y después hablamos de calidad institucional

En la tragedia venezolana son muchos, demasiados, los actores en escena. Y la mayoría de ellos no tienen ningún derecho a estar allí. Entonces, antes de juzgar con tanta liviandad, y tanto cinismo, al gobierno de Maduro, que se vayan los actores que nada tienen que estar haciendo allí, para después sí evaluar la situación de las instituciones, la democracia y el respeto del gobierno por los derechos humanos.

Pero primero deben cesar las acciones de los que siembran el caos. Los que apuestan a la muerte en las calles. Los que invierten millones de dólares para derrocar al gobierno de Maduro. Los que azuzan la guerra de pobres contra pobres. Los que se regodean como hienas contemplando cómo los venezolanos y venezolanas se matan entre sí.

Que primero se vayan. Porque no hay mayor ataque contra la democracia, las instituciones y la calidad institucional de un país que un plan sistemático de desestabilización golpista orquestado por un complot compuesto por una potencia extranjera asociada a elites nacionales que responden a intereses corporativos y mafiosos.

Allí está el origen, la causa eficiente del mal funcionamiento de las instituciones y de la democracia. Pero ante esto, los puristas republicanos que llaman “dictador” a Maduro nada dicen. No se horrorizan.

Es más fácil utilizar una doble, triple, múltiple, cínica moral y denominar “dictador” a Maduro. Como si en los países donde gobierna la derecha neoliberal las instituciones funcionaran en forma impecable, los derechos humanos se respetaran y la democracia fuese perfecta.

Esto no sucede, en forma impoluta, ideal, en ningún lugar. El problema es que se pone la lupa sólo en aquellos países con gobiernos de izquierda. Hay mucho cinismo. Mucha mentira. Mucha desinformación.

El problema es lo que el pueblo venezolano logró. El problema es que se atrevió a la independencia, la dignidad y la autodeterminación. Se lo están haciendo pagar. Con dolor, con padecimientos de todo tipo, con sangre. Hay un pueblo condenado a sufrir y morir porque quiere ser digno. Hay una campaña cínica que se regodea en ese dolor.

Fuente: El Eslabón

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